Gracias a Sonia Delgado que con su post me inspiró a este tema
Hola, Victoria.
Entre mandarinas y saltamontes, me acordé de las luciérnagas que intentaba atrapar en los veranos de mi infancia. Jajaja. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?, pensarás. Bueno, te explico.
Resulta que una amiga toma bellas fotos; ella posteó unas coloridas imágenes con mucho verde y naranja, hizo alusión en un texto a Fátima, quien atesoraba el recuerdo haber robado mandarinas en su niñez. A raíz de ese post se disparó una serie de comentarios de gente que evocaba picardías del pasado. Una recordó que robaba caramelos a su abuela y, en una ocasión, intentando escapar de las consecuencias de su fechoría, se trepó a un árbol del que cayó. Otra juntaba saltamontes en un frasco de mayonesa... Y de esto último me acordé de mi propia experiencia.
Pensé en las libélulas, en cuán tiernas y delicadas me parecían. Pese a esa apreciación, inconscientemente, yo no era nada delicada con ellas. Juntando el índice con el pugar las atenazaba de la punta de sus colitas para retenerlas... Es que de verdad me atraían y quería admirarlas de cerca y por tiempo indefinido. Pero terminaba hieriéndolas, cercenando su cuerpo. Tal desenlace me dejaba con un dolorcito y una pena, pero que, extrañamente, no acababan con mis ansias de cazadora furtiva.
Siguiendo con ese pasión por recolectar bichos, recuerdo que cada verano mi obsesión era atrapar luciérnagas en un frasco de vidrio con la intención de que brillara como lámpara con foquitos móviles en su interior. Claro que grande era mi desencanto ante la fugacidad de la fosforescencia que lograba retener. Ellas no soportaban ese cautiverio sin oxigeno y su luz se extinguía en un suspiro resignado. Me decepcionaba de mi misma porque en el fondo me sabía artífice de ese crímen.
Ay, Victoria, a ver cómo hacemos para maravillarnos juntas con los bichitos sin apagar su luz ni cortar sus alas.